sábado, 11 de enero de 2014

Los dioses y los astros


Para el hombre de la Antigüedad, el cielo era la morada de los dioses. Las constelaciones, y luego los astros, se convirtieron en las figuras de estos dioses.

Bajo una aparente inmovilidad, todo se mueve continuamente sobre nuestras cabezas. Este simple hecho, del cual el hombre de la Antigüedad tomó conciencia, y que el hombre moderno supo demostrar científicamente, confirma que en nuestro mundo terreno todo es ilusión. En efecto, creemos ver un cielo perpetuamente idéntico a sí mismo, donde todo parece estar en el mismo lugar; pero si lo observamos atentamente, nos daremos cuenta de que se mueve y se transforma ante nuestros ojos. Suponemos, del mismo modo, que nos encontramos en un punto fijo: con los pies en la tierra. Pero, en realidad, la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol, que a su vez se desplaza por la Vía Láctea (nuestra galaxia), la cual, asimismo, avanza en el universo.

DE LAS CONSTELACIONES A LOS DIOSES

Si permanecemos inmóviles en un punto concreto del planeta, nunca veremos girar a la Tierra. Tendremos la impresión de que son el cielo, los astros y las estrellas los que se desplazan alrededor nuestro. 

Imaginemos al hombre de la Antigüedad en esta situación. Este movimiento de los astros, del cual fue un testigo privilegiado, no podía dejarle indiferente. Al ver el cielo "moverse", transformarse ante sus ojos, ora luminoso, ora oscuro, con una cadencia relativamente regular y aparentemente autónoma; al ver la lluvia, la nieve, el granizo, el rayo caer del cielo, pensó, evidentemente, que éste estaba poblado por seres superiores, dotados de un poder sobrenatural. Así nacieron los dioses.
Al observar el cielo, nuestros antepasados vieron en él unas figuras formadas por grupos de estrellas: las constelaciones. A partir de entonces, los dioses tuvieron rostro. Luego, tuvieron nombre.
Una vez individualizados y aislados, se les atribuyó una identidad y cualidades. Cobraron vida, estaban más presentes, más cerca de nosotros y el hombre pudo entonces comunicarse con ellos. El contacto estaba establecido.

DE LOS DIOSES A LOS ASTROS

A partir de entonces resultó evidente que la presencia de uno u otro astro en el cielo, y en un periodo determinado del año, coincidía con la aparición de ciertos fenómenos cíclicos a su vez, que se producían en la Tierra o en la vida social de los individuos. Y es que el hombre siempre ha sentido la necesidad de dar un sentido a su vida. Ejemplos sencillos: la aparición del Sol coincide con la del día, la luz, el calor, la sequedad; la aparición de la Luna es simultánea a la de la noche, la oscuridad, el frío o la humedad... Ahora bien, precisamente a partir de esta bipolaridad luz/oscuridad, de esta cadencia día/noche, fue ideado el zodiaco, esa rueda ficticia inventada por el hombre de la Antigüedad para observar los movimientos de los astros, predecir su aparición o su desaparición, sus influencias y sus probables o fatales consecuencias. Los primeros astrólogos fueron, por tanto, adivinos, es decir, hombres que, gracias a sus observaciones, tenían el poder de adivinar las decisiones de los dioses.



DE LOS ASTROS A LOS HOMBRES

A lo largo de los siglos -ya que todo esto no fue asimilado en un día-, el zodiaco, o el universo de los dioses, fue el espejo panorámico de las ideas, de los sentimientos, de las pasiones divinizadas por los hombres. Así, todo lo que ocurre en el zodiaco, las informaciones que allí se pueden leer y extraer, resultan de nuestras propias proyecciones y de nuestra imaginación, de nuestra conciencia o más exactamente de las de nuestros antepasados, cuyo pensamiento y espíritu están mucho más cerca de los nuestros de lo que podemos creer. Para el hombre de la Antigüedad, entrar en el universo del zodiaco es elevarse al nivel de los dioses, pero sobre todo era entrar de lleno en el territorio del conocimiento inmediato y espontáneo del mundo cotidiano y, de un modo más sutil, más profundo también, de la consciencia individualizada. Entrar en el universo del zodiaco y consultar los astros, es decir, a los dioses es lanzarse al descubrimiento del mundo y de uno mismo.

LA CAPACIDAD DE ADMIRACIÓN

¿Cómo no quedar admirados cuando contemplamos el gran espectáculo de un cielo estrellado? ¿No nos da el cielo la impresión de ser un inmenso océano sin límite, que envuelve a la Tierra, y en cuyas aguas nuestro planeta parece una isla? El hombre de la Antigüedad razonaba de este modo cuando nombraba las Aguas Inferiores, y cuando se imaginaba poéticamente que, en su origen, durante la creación del mundo, las Aguas Superiores y las Aguas Inferiores se disociaron. En las Aguas Superiores, los astros, esas grandes naves del espacio tripuladas por los dioses, viajaban siguiendo las órbitas, o círculos, relativamente inmutables alrededor de la Tierra; se desplazaban en el zodiaco para anunciar, con regularidad, el retorno de fenómenos naturales con los cuales, a lo largo de los siglos, fueron identificados. Los astros adquirieron una identidad. Se les atribuyeron cualidades naturales y luego, humanas que les correspondieron perfectamente.




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