jueves, 31 de agosto de 2017

La alquimia. Los "señores del fuego"


Cuando hablamos de alquimia, inmediatamente nos viene a la mente aquel personaje sabio, inquietante, un tanto loco o iluminado, que trabaja en su laboratorio, llevando a cabo labores misteriosas, principalmente en una época medieval.
El alquimista es Fausto o Zenón, un ser maldito o marginal que ejerce un poder casi divino sobre la materia y que, por esta misma razón, comete una grave transgresión. ¿No es esta misma transgresión de carácter sagrado que se concede a la vida la que nos inquieta o nos subleva actualmente cuando observamos los trabajos o manipulaciones genéticas a las que se dedican algunos científicos y la que nos hace plantearnos si, al jugar con el elemento de la vida, no se está engendrando un proceso irreversible de consecuencias imprevisibles y desastrosas para la humanidad?
Ya subrayamos el vínculo histórico que existe entre el alquimista y la ciencia moderna, los trabajos de laboratorio del iniciado y los del investigador. Pero también debemos situar de nuevo la alquimia, cuya doctrina, reglas y leyes fueron enunciadas e instituidas sobre todo en la Edad Media, en su contexto histórico universal. Puesto que, una vez más, se trata de una ciencia del pasado, que nuestros antepasados ejercieron en todos los rincones del mundo. Se ejercía la alquimia, especialmente en Oriente Próximo, en Egipto y en la Grecia antigua, pero también en China.

LA ALQUIMIA EN LA ANTIGUEDAD

Para el hombre de la Antigüedad, la vida y todos los elementos de la naturaleza que la componen tienen un carácter sagrado innegable. Sin embargo, al catalogarlos, lo que parece que hicieron los sabios mesopotámicos por primera vez en la historia de la humanidad -al menos a juzgar por los descubrimientos arqueológicos de los siglos XIX y XX, aunque nada nos impide pensar que hubo un precedente, puesto que, después de todo, si nos referimos al mito de Oannes y los "brillantes apkallu", descubriremos que los sumerios, este pueblo misterioso salido del mar, cuyo origen se desconoce, ya disponían de cierto saber, que transmitieron a los hombres-, decíamos, pues, que los hombres de la Antigüedad adoptaron ya una actitud científica.
Los artesanos, los herreros, los médicos, incluso los cocineros, por ejemplo, al desarrollar las técnicas modernas, anticipadamente hacían las veces de alquimistas. En efecto, casi siempre, al combinar algunos elementos y materiales, creaban o producían nuevos productos y transformaban la naturaleza. Entonces, podemos considerar que al establecer reglas y límites a sus búsquedas, trabajos y aplicaciones prácticas, nuestros antepasados ya se preocupaban por la ética. Según ellos, había algunas leyes que no se podían transgredir. Con este espíritu surgieron los grandes principios a partir de los cuales nació la alquimia.
¿Puede ser de mayor actualidad esta preocupación? ¿El progreso de la genética no nos está empujando a definir nuevas reglas? ¿No estamos a punto de crear una nueva ética sin la cual el hombre contemporáneo tendería a crear monstruos?

Ahora bien, a pesar de su sentido de lo sagrado, de su interpretación divina y mítica de la vida, ¿sus motivaciones no eran ya las de ejercer un poder sobre dichos elementos, elevarse a la altura de los dioses, que sin duda adoraban, veneraban y temían, pero que también deseaban imitar, ya que se trataba de sus "modelos"? Tal vez por eso, fue precisamente en Mesopotamia donde aparecieron los primeros alquimistas; aunque es en el antiguo Egipto donde encontraremos auténticos sistemas, doctrinas y técnicas muy elaboradas, que no dejan ninguna duda sobre la naturaleza de los trabajos a los que ya se dedicaban algunos sabios egipcios. Al mismo tiempo, según las leyendas que han llegado hasta nuestros días, en China la alquimia tuvo sus primeras prácticas, a mediados del III milenio antes de nuestra era. Sin embargo, en estas civilizaciones, todavía no se hablaba de alquimia tal como la entendemos hoy en día y tal como fue instituida sobre todo en la Edad Media. Por eso, se puede considerar que todas las técnicas establecidas y empleadas en la Antigüedad, en Oriente Próximo, en Egipto o en China, entre otros países, afectaban a todas las ciencias que más tarde se agruparán bajo el término genérico de "alquimia".



EL ALQUIMISTA Y EL MITO DE PROMETEO

Prometeo, primo de Zeus, que en la mitología griega en realidad parece un dios secundario, pensándolo bien, es una divinidad fundamental. Em efecto, al igual que Khnum, el dios carnero egipcio -en el que se inspiraron los griegos para crear su dios cuyo nombre significa "previsión"-, se suponía que había dado forma a los primeros hombres con arcilla en un torno de alfarero. Según la leyenda mítica relacionada con él, Prometeo traiciona a Zeus dos veces para favorecer a los hombres, que él mismo había creado. La primera vez, les enseña a tomar la mejor parte de las víctimas sacrificadas, permitiéndoles así aprovechar la carne de buey; la segunda vez, al robar las chispas de fuego de la rueda del sol que Zeus había sustraído a los hombres, para devolvérselas a éstos, escondiéndolas en un bastón hueco. De tal manera, Prometeo es el dios de lo crudo (la materia) y de lo cocido (el fuego), que son evidentemente dos principios alquímicos.
"El alquimista, al igual que el herrero, y antes el alfarero, , es el "señor del fuego". Mediante el fuego efectúa la transición de la materia de un estado a otro. El alfarero, que fue el primero en lograr endurecer de manera considerable las "formas" que había moldeado con arcilla, gracias a las brasas, debía sentir la embriaguez del demiurgo: acababa de descubrir un agente de transmutación" (Mircea Eliade, Herreros y alquimistas.)

El fuego representará un papel primordial y esencial en alquimia. Los alquimistas serán denominados los "señores del fuego".





jueves, 24 de agosto de 2017

La alquimia. Los orígenes de la Gran Obra

La alquimia, arte sagrado, es ante todo una búsqueda espiritual, cuyo objetivo reside en encontrar la piedra filosofal.


El nacimiento y los orígenes de la alquimia estuvieron rodeados durante mucho tiempo de grandes misterios. De esta ciencia perfecta del pasado se suponía que iniciaba a sus seguidores en el poder de transformar el plomo en oro. Por eso, no se le podía enseñar a cualquiera. Para poder acceder a ella, había que ser elegido; puesto que aquél que consiguiera efectivamente convertir el plomo en oro sería el hombre más rico del mundo y también el más poderoso. Sin embargo, según las doctrinas alquímicas, este poder que ofrecían las riquezas temporales del mundo -obtenido gracias al poder ejercido sobre la materia, para transformarla a voluntad- sólo era un pretexto, un objetivo exterior, una especie de reto, como suele decirse hoy día, ya que el concepto de alquimia y la regla de oro de los alquimistas se basan en un principio común y esencial: que el espíritu pueda actuar sobre la materia, que ambos se penetren entre sí y, como consecuencia, efectúen una mutua transformación. Por consiguiente, para el alquimista, el hecho de actuar sobre la materia, y combinar sus elementos, ejercía una influencia sobre el estado de su espíritu, su mentalidad, sus pensamientos y su comportamiento. Asimismo, los cambios que se efectuaban en él podían ejercer una influencia sobre la materia, sobre el mundo físico, sobre la realidad tangible, incluso podían modificar el curso de su existencia.

LOS ORÍGENES SAGRADOS DE LA CIENCIA

Actualmente, concedemos ante todo un carácter utilitario a la ciencia. Nuestra sed de comprender y conocer los grandes principios y elementos de la vida y de la naturaleza carece del ingrediente de la admiración. Esta última ha sido sustituida por una voluntad de dominarlos y explotarlos, tanto para mejorar nuestra esperanza de supervivencia como para incrementar nuestro confort y, en adelante, para fines mercantiles.

Sin embargo, la alquimia, cuyos orígenes se remontan a la Antigüedad, y tal vez aún van más allá en el tiempo y en la historia de la humanidad, fue sin duda el primer análisis científico del estudio y de la aprehensión del mundo físico y material, en el sentido en que lo entendemos en la actualidad. A partir del siglo XIII de nuestra era la alquimia tuvo una mayor preeminencia, la cual duró hasta principios del siglo XX. Así, la historia de la ciencia y la de la alquimia se mezclan y se confunden, y la ciencia moderna no sería lo que es si los alquimistas no hubieran emprendido y llevado a cabo sus trabajos. Pero los alquimistas se iniciaban unos a otros en un arte sutil, que implicaba un sentido profundo y religioso de lo sagrado. En otros términos, al igual que los chamanes, sabían que ampliando los límites de una aprehensión espontánea y empírica del mundo, manipulaban formas, fuerzas y energías, que casi siempre concebían como espíritus-formas o espíritus-grupos, de los cuales sólo podían controlar las reacciones tomando infinitas precauciones y respetando escrupulosamente algunas reglas. Estas reglas se basaban en la creencia en un gran principio divino que, según ellos, había presidido la creación del mundo y, por consiguiente, se hallaba en la unidad primera y última de este mundo.



EL SEGUIDOR DE LA GRAN OBRA

El alquimista fue, pues, el primer aprendiz de hechicero, tal como se los representa hoy en día, capaz de reproducir en su laboratorio lo que la naturaleza y la vida crean de forma espontánea ante nuestros ojos, pero también capaz de intervenir e interferir en los grandes principios naturales y transformar la materia y transmutar los metales.

El seguidor de la ciencia de la alquimia aspiraba a cumplir la Gran Obra realizando las operaciones que podían tener un carácter mágico, pero que ya recurrían a la química, la física, las matemáticas, la astronomía y otras ciencias modernas, que se han convertido en patrimonio de especialistas y estaban bajo secreto. Esta Gran Obra consistía en descubrir o crear una obra fabulosa, sobrenatural y divina: la Piedra filosofal o Piedra de los Sabios o Sabiduría, buscada desde la más alta Antigüedad, objetivo último del Arte sagrado. Esta Piedra es la clave de toda vida y del conocimiento absoluto, de la medicina universal, del elixir de la eterna juventud, de la fuente de la Luz divina, de la perfección de la verdadera sabiduría. Pero lo que cuesta comprender actualmente es que esta búsqueda fuese más espiritual que temporal, y que el adepto no obtuviese ni alcanzase ningún resultado (etimológicamente, adeptus significa "el que ha alcanzado") en su laboratorio, sin que éste tuviera una repercusión inmediata, simultánea y profunda en sí mismo; puesto que, para el seguidor, la finalidad de la Gran Obra era, al mismo tiempo, la metamorfosis del alma, la elevación hasta el espíritu divino, la iluminación, en vez del poder ejercido sobre la materia. Al reproducir en su laboratorio la Obra de Dios, el alquimista se eleva hacia Él. Un texto extraído de un largo tratado de alquimia, cuyo origen, seguramente muy lejano, es oscuro, enumera una larga serie de manipulaciones que el adepto debe realizar para reproducir en un laboratorio la creación del mundo, tal como se nos describe en el Génesis. Pero antes de terminar, el autor realiza las precisiones siguientes, sin las cuales la operación no puede cumplirse: "Arrodíllate antes de emprender esta operación. Deja que tus ojos sean los jueces; puesto que así es como se creó el mundo". Luego, concluye con los términos siguientes: "Así verás claramente los secretos de Dios que, hasta ahora, te han sido ocultados como a un niño. Comprenderás lo que Moisés escribió sobre la creación; verás qué cuerpos tuvieron Adán y Eva antes de la Caída, lo que fueron la serpiente, el árbol y qué especie de fruta comieron; qué es el Paraíso y dónde se halla, y en qué cuerpos los Justos resucitarán, no en el que hemos obtenido mediante el Santo Espíritu, es decir, en un cuerpo parecido al que nuestro salvador trajo del cielo". (Este texto es de la obra de Abtala Jurain, Hyle und Coahyl, traducida del etíope al latín, y luego del latín al alemán por Johannes Elis Müller, Hamburgo, 1732; aparece citado por Carl Gustav Jung en Psicología y alquimia.)